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Epidemiólogos de salón

23.7.2020
Epidemiologos de salón
Foto: Edu Bayer / Ajuntament de Barcelona

Cuenta Steven Johnson en El Mapa Fantasma que uno de los factores clave que permitió a John Snow determinar la verdadera causa del fulminante brote de cólera del Soho londinense en 1854, un surtidor de agua contaminada, fue su conocimiento del terreno. Snow no solo vivía en la misma zona, sino que durante los días álgidos de la expansión de la enfermedad recorrió sus calles, observó el movimiento y los comportamientos de sus gentes, y llamó a las puertas de sus convecinos para, con un espíritu libre de prejuicios, hacerles preguntas básicas cuyas respuestas explicaran sobre el terreno qué estaba sucediendo. Esta actitud contrastaba abiertamente con la de los responsables directos de la sanidad pública de entonces, encabezados por Benjamin Hall, que cuando, finalmente, se decidieron a enviar emisarios que recogieran datos, buscaron prioritariamente aquellos que contribuyeran a apuntalar sus propias y fallidas teorías sobre el origen miasmático de la infección.

Este relato me viene una y otra vez a la mente ante la verborrea de los autodenominados expertos en COVID-19, quienes, pertrechados de sus marcos lógicos aprendidos en universidades de prestigio (o no tanto), sus modelos algorítmicos que prevén el futuro cual bola mágica y sus irreprimibles deseos de dictar políticas de cuyas consecuencias no se van a hacer cargo, proliferan por doquier.

Snow no solo vivía en la misma zona, sino que durante los días álgidos de la expansión de la enfermedad recorrió sus calles, observó el movimiento y los comportamientos de sus gentes, y llamó a las puertas de sus convecinos

¿Cuántos de ellos han pisado en las últimas semanas las angostas plazas, las estrechas vías o los vericuetos de viviendas, talleres mecánicos, almacenes y locales comerciales de los barrios que con tanta vehemencia exigen confinar? ¿Cuántos se han acercado para dialogar con quienes aquí habitamos y así conocer, siquiera someramente, la complejidad de nuestras interacciones sociales y laborales, la ansiedad por las penurias económicas, la fragilidad de nuestras vidas, el miedo a perder el futuro por salvar el presente?

En Collblanc-La Torrassa de L’Hospitalet de Llobregat, declarada zona cero del actual rebrote y mi lugar de residencia, no me consta ninguno. ¿Cómo, si no, se interpreta que los carteles que explican las medidas de contención a la entrada de las tiendas solo estén en castellano y en catalán, y no en cantonés o mandarín, en urdu o hindi, en dariya o árabe clásico, en rumano, ucraniano o ruso? ¿Cómo, si no, se colige que no se vean o no se oigan a agentes cívicos bolivianos, hondureños o dominicanos de las mismas franjas de edad interactuando con sus jóvenes compatriotas, haciéndoles sentir que no se trata de una prohibición más, de una exclusión añadida, sino que de verdad nos importan, que juntos podemos encontrar alternativas al sentimiento de abandono y desarraigo cuyas fórmulas de escape les pone en riesgo? ¿Por qué insisten, autoridades, epidemiólogos, salubristas, especialistas todos, en hacer política sobre (o contra) las comunidades en vez de con ellas?

Con la mejor de las intenciones, dicen, estudian nuestra condición social para señalar nuestras limitaciones y negarnos capacidad de agencia, en vez de integrarnos, en nuestra pluralidad, en el proceso de toma de decisiones

Todos actúan desde sus despachos creyéndose poseedores de un saber único y superior que puede salvarnos de nuestra indolencia, retroalimentada en bucle por estereotipos e ideas preconcebidas. Con la mejor de las intenciones, dicen, estudian nuestra condición social para señalar nuestras limitaciones y negarnos capacidad de agencia, en vez de integrarnos, en nuestra pluralidad, en el proceso de toma de decisiones. El resultado está siendo más dolor y más desesperanza.