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La brecha

10.7.2014

Durante la segunda mitad de 2007, uno de cada tres hogares de Burkina Faso se declaró incapaz de hacer frente a los gastos alimentarios debido a una escalada de precios que dobló el coste de algunos productos básicos como el pescado. Ese mismo año, el 62% de las bancarrotas personales que se produjeron en los Estados Unidos estaban directamente relacionadas con los gastos derivados de una enfermedad. Aunque la renta per cápita de un burkinés es 85 veces más baja que la de un estadounidense, estos dos grupos tienen un elemento en común: la inequidad extrema en la que viven bolsas crecientes de la población mundial, desprotegidas frente a un entorno en el que los riesgos —financieros, climáticos, sanitarios— se incrementan cada día que pasa.

Los argumentos para abordar este asunto se han ido acumulando en los últimos años a medida que autores como Branko Milanovic y Thomas Piketty espoleaban con sus datos un debate público que determinará las sociedades que seremos mucho más allá de esta crisis y en el conjunto del planeta. Es un debate en el que las consideraciones prácticas son tan relevantes como las éticas. Un sistema en el que el 5% más rico de la población mundial ha logrado capturar el 44% del incremento de la renta global desde 1990 no solo resulta moralmente repulsivo, sino que supone un torpedo en la línea de flotación política y económica de las democracias modernas: niveles altos de inequidad alimentan la inestabilidad, debilitan la vinculación entre los ciudadanos y sus instituciones, limitan la movilidad social y lastran el crecimiento económico.

El problema es que las certezas ideológicas no siempre son fáciles de traducir en objetivos prácticos que guíen las acciones de actores públicos y privados. Este obstáculo se ha puesto de manifiesto durante las negociaciones del nuevo marco del desarrollo que sustituirá tras 2015 a los avejentados Objetivos de Desarrollo del Milenio. Aunque el informe del Panel de Alto Nivel convocado por el Secretario General de la ONU destacaba el reto de la inequidad como la primera de sus prioridades, las ideas sobre el modo de abordarlo son más bien escasas. Una de las más sugerentes fue realizada por Kevin Watkins —director del think-tank británico Overseas Development Institute—, que propuso recientemente establecer mecanismos automáticos de intervención cuando los indicadores básicos de los sectores más ricos y más pobres de la población muestren diferencias por encima de un nivel acordado previamente.

La propuesta de Watkins exigiría a muchos países un sistema de información sobre ingresos y bienestar social considerablemente más sofisticado del que existe en este momento, pero esa no es razón para quedarse quieto. Sabemos, por ejemplo, que la mortalidad de los menores de cinco años en Colombia es once veces más alta en el 20% más pobre de la población que en el 20% más rico. Sabemos también que el país cuenta con recursos nacionales e internacionales que podrían ser empleados de manera estratégica para reducir esta brecha vergonzosa. Si sabemos todo esto, no existen razones —más allá de las ideológicas— para que el criterio de equidad quede fuera de los futuros objetivos de desarrollo en un asunto tan central para el bienestar de los colombianos.

Una nueva publicación del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal) pone de manifiesto la magnitud de este problema en otro asunto capital del desarrollo, el del acceso a medicamentos esenciales. Trece años después del celebre informe de MSF Fatal imbalance —que denunció cómo el 90% de la investigación biomédica se concentra en los intereses del 10% de los pacientes más ricos— todo ha cambiado para permanecer exactamente igual. Si el activismo social, el compromiso de las compañías privadas y la habilidad intermediaria de grandes filántropos han permitido avances sin precedentes en el ámbito de las patologías infecciosas y tropicales —SIDA, malaria y tuberculosis, en particular—, hoy el conflicto entre el modelo farmacéutico y el interés público se ha trasladado al campo de las llamadas enfermedades no transmisibles: de los 14 millones de personas diagnosticadas con cáncer en 2012, el 57% reside en el mundo en desarrollo, donde un cáncer de mama es lo más parecido a una condena a muerte. A medida que los países transitan hacia la renta media y esperanzas de vida más altas, el cáncer, la diabetes y la hepatitis se convierten en el SIDA del siglo XXI y demandan la respuesta que no obtienen: una prevención eficaz y tratamientos accesibles y de calidad. Nada muy diferente de lo que usted esperaría de su sistema de salud.

Dentro de su proyecto Inequidad en salud global, ISGlobal ha encargado una serie amplia de trabajos cuyas conclusiones trasladan un mensaje principal: no hay modo de garantizar el derecho a la salud en el siglo XXI sin poner freno a los galopantes niveles de inequidad que lastran el progreso en demasiados países pobres y cuyas implicaciones van mucho más allá del debate sobre innovación farmacéutica. La inversión en redes de protección social, por ejemplo, constituye el único dique eficaz contra el denominado gasto catastrófico de la salud (la posibilidad de perderlo todo como consecuencia de una enfermedad). La buena noticia es que los niveles más básicos de protección tienen un coste tan bajo que los gobiernos afectados y la comunidad internacional tendrán que dar muy buenas razones para no asumirlo: el objetivo de la cobertura universal de salud supondría para los países de ingreso bajo alcanzar una inversión de 60 dólares por persona y año. Es el doble de la que existe en este momento, pero una centésima parte de la que se realiza en Norteamérica.

Para ser claros, las viejas distinciones entre el mundo rico y el mundo en desarrollo tienen cada vez menos utilidad en este debate. Los devastadores efectos de la crisis en las poblaciones más pobres de Europa o Estados Unidos han puesto de manifiesto las debilidades de un sistema en el que la posibilidad de una vida segura está cada vez menos garantizada. Y en eso se asemejan peligrosamente al día a día de 3.500 millones de personas en los países pobres. En el comienzo de este siglo, no hay batalla por los derechos fundamentales del ser humano que pueda ser limitada a las fronteras de un territorio, porque el contrato social que hemos disfrutado hasta ahora será global o no será en absoluto.

Mortalidad por enfermedades no transmisibles

Las enfermedades no transmisibles como el cáncer, la diabetes y la hepatitis, son en los países en desarrollo, el SIDA del siglo XXI. En muchos países, las muertes por estas dolencias han ido en aumento.. Estos son solo algunos ejemplos, con datos del World Development Statistics del Banco Mundial.

% FALLECIDOS POR ENFERMEDADES NO TRANSMISIBLES SOBRE EL TOTAL
  2000 2012
Afganistán 26 37
Angola 17 24
Bangladesh 43 59
Benín 26 36
Botswana 15 37
Colombia 57 69
Etiopía 19 31
India 48 60
Nicaragua 57 73
Perú 56 66
Ruanda 19 36
Vietnam 66 73

El desigual gasto en salud

Esto era lo que gastaban algunos países en salud per cápita, según datos de 2010 de la Organización Panamericana de la Salud (en dólares).

  • Bolivia: 90
  • Bahamas: 2.711
  • Canadá: 5.499
  • Estados Unidos: 8.463

Inequidad y salud global: La brecha